Homenaje a María Luisa Ortega
Encuentros con María Luisa Ortega
Mario Barrero Fajardo
Profesor asociado
Departamento de Humanidades y Literatura
Universidad de los Andes
En el primer semestre de 1988 escuché por primera vez la voz de María Luisa Ortega. Ella era la profesora encargada de coordinar el módulo de Literatura Latinoamericana en el marco del curso Mundo Contemporáneo, que los estudiantes de pregrado de la Universidad de los Andes podíamos cursar independientemente de nuestra área de formación. En ese entonces yo adelantaba mis estudios de pregrado en ingeniería, pero gracias a los denominados legados y sus cursos complementarios empecé a contemplar la posibilidad de dar un giro importante en mi formación académica. Sin lugar a dudas en esto influyó la labor docente de María Luisa. Sus rigurosos análisis de los cuentos de Juan Rulfo me permitieron entrever un campo de estudio atractivo y diferente al que estaba cursando en el ciclo básico de ingeniería.
Existía una gran distancia entre la frialdad y la certeza expositivas de las clases de ingeniería y escuchar la inquietante voz de Rulfo leyendo: “Diles que no me maten”, “—¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así. Diles que lo hagan por caridad […]”. Una voz que era reproducida en una, para entonces, moderna grabadora que María Luisa llevaba los martes y jueves por la tarde a uno de los salones del primer piso del edificio Yerly o Bloque O. Aunque en ese momento no era consciente del encantamiento del que estaba siendo víctima, pasados los años me es imposible disociar la entrecortada voz del autor de El llano en llamas y la de María Luisa reflexionando sobre los recursos retóricos del escritor mexicano.
Sin embargo, el mayor impacto que este primer encuentro con María Luisa me suscitó fue cuando al finalizar el semestre tuvimos que organizarnos por grupos para presentar un trabajo sobre alguna temática afín a lo que habíamos estudiado a lo largo del curso. Por iniciativa de una estudiante de biología, junto con un estudiante de derecho y otro de ingeniería (no recuerdo el nombre de ninguno de ellos) organizamos un grupo para trabajar sobre música cubana. En un primer momento, seguramente como consecuencia de un “mamertismo trasnochado” de alguno de nosotros, la propuesta era abordar la llamada “nueva trova cubana”. Pero después de la primera tutoría que tuvimos con María Luisa, el tema cambió: el trabajo que presentaríamos sería sobre el son cubano y a mí me correspondió leer La música en Cuba de Alejo Carpentier. Devoré el libro mientras le robaba horas a los infaltables ejercicios de física y de cálculo que como estudiante de ingeniería debía preparar todos los días.
La presentación del trabajo tuvo lugar en la oficina del quinto piso del edificio Franco que, en ese entonces, ocupaba María Luisa. Nuestro ejercicio expositivo se limitaba a parafrasear algunos pasajes del libro de Carpentier, pero todo cambió cuando, haciendo uso de la misma grabadora que en clase había reproducido la voz de Rulfo, reprodujimos fragmentos de canciones de Benny Moré y El Trío Matamoros. La mirada y la voz de María Luisa se transformaron de inmediato, ya no eran la de la evaluadora de un mediocre trabajo, sino de quien se deleitaba con los ritmos y las letras caribeños que invadían su oficina perdida en el gélido páramo bogotano. No recuerdo la nota que obtuvimos, pero sí la frase con la que María Luisa puso fin a nuestra presentación: “Esta es la música que escucho en mi casa”.
Hoy en día podría decir, de cara a la academia de la que hago parte, que la lección que me dejó ese primer encuentro con María Luisa fue la de reconocer el valor de los estudios interdisciplinarios. Mentira. El principal efecto que suscitó la aludida frase fue el de vislumbrar la posibilidad de estudiar algo que tuviera que ver con mi vida de “entre-casa”.
Veinte años después volví a escuchar la voz de María Luisa, en una lluviosa tarde de comienzos de abril del 2008, ella hacía parte del grupo de profesores y estudiantes del Departamento de Humanidades y Literatura que escuchaban, en una sala del edificio Hermes, la presentación del posible proyecto de investigación sobre la heteronimia poética que adelantaría en la universidad, en caso de ser seleccionado en el marco de la convocatoria docente del Departamento de Humanidades y Literatura en la que estaba participando.
Al finalizar la presentación, luego de un saludo afectuoso, María Luisa me indicó que me pondría en contacto con un especialista sobre la obra de Pessoa y con una estudiante que estaba finalizando su monografía de pregrado, sobre la poesía de Mutis, bajo su dirección. A la estudiante fue a la primera que conocí: Laura Samper González.
El primer trabajo que realicé al incorporarme a la universidad a mediados del 2008 fue el de ser jurado de su monografía titulada “El trópico en algunos poemas de Álvaro Mutis”. El día de la sustentación, además de discutir algunos aspectos del trabajo con su autora y con el otro jurado, Adolfo Caicedo, María Luisa me brindó una serie de precisiones sobre el valor de la poesía de Mutis en el conjunto de su producción literaria que me permitieron consolidar las conclusiones de mi tesis de doctorado sobre el universo mutisiano, que por ese entonces estaba finalizando en la Universidad de Salamanca. Esa media hora compensó con creces la paradoja que enfrenté durante mis años de estudio del pregrado en Filosofía y Letras en la Universidad de los Andes (1991-1995), ya que nunca cursé alguna de las clases impartidas por María Luisa. ¿Por qué razón? No lo sé.
Año y medio después conocí al especialista sobre la obra pessoana que María Luisa había prometido presentarme, mi actual colega Jerónimo Pizarro, quien se convirtió en un par destacado durante la investigación que adelanté entre los años 2009 y 2013 sobre el desarrollo de la heteronimia poética en el marco de la poesía latinoamericana contemporánea. Todo ello gracias a esa nueva lección que me ofreció María Luisa: compartir con otros nuestros proyectos, más allá de las siempre fugaces (e inocuas) jerarquías que en un momento dado nos pueden cobijar en nuestro trabajo académico.
El siguiente encuentro con María Luisa ocurrió en el 2009, cuando, de manera generosa, me invitó a participar como autor de uno de los ensayos del libro sobre cuento colombiano, que para la época estaba organizando junto a sus queridos Betty Osorio y Adolfo Caicedo. Un libro que, salvo algunos casos como el mío, da cuenta de una parte fundamental del trabajo intelectual que ellos tres adelantaron durante por lo menos dos décadas, desde nuestro Departamento, en constante diálogo con colegas vinculados a universidades nacionales e internacionales. En el marco de este encuentro surgió de nuevo una paradoja: para el momento en el que el libro superó las evaluaciones del caso y debía iniciar su proceso de compilación definitiva, yo había asumido la coordinación de los procesos editoriales del Departamento. Por tanto, me correspondió acompañar a mis otrora profesores en dicha labor. El acompañamiento lo realicé principalmente con María Luisa, lo que me permitió reunirme en varias ocasiones con ella y apreciar su rigor intelectual al realizar los ajustes y las correcciones del caso, el mismo rigor con el que asumió en los años siguientes la evaluación de artículos de nuestra por entonces recién creada revista Perífrasis, y de otros proyectos editoriales del Departamento. Finalmente, el libro salió publicado en septiembre de 2011 bajo el título de Ensayos críticos sobre cuento colombiano del siglo xx.
Al igual que en la ya lejana presentación del trabajo sobre el son cubano, este encuentro con María Luisa me permitió establecer un nuevo vínculo con ella, ahora asociado a una expresión empleada en el cierre de sus correos: “que te sea leve…”. ¿Qué? Todo aquello que constituye nuestro día a día, tal cual lo asumieron aquellas dos personas a quienes en su día les escuchamos por primera vez ese “santo y seña”, un amigo y un familiar, respectivamente.
Otros encuentros con María Luisa tuvieron lugar durante los almuerzos de fin de año del Departamento celebrados entonces en Villa Paulina. No recuerdo bien si compartimos dos o tres, ni tampoco si lo que voy a contar a continuación ocurrió en un solo encuentro o en varios. Hecha la salvedad, en el marco de dichos almuerzos, indagando sobre los cursos que suelo impartir, me recomendó la película-documental Morir en Madrid de Frédéric Rossif, cuya copia me hizo llegar vía nuestra también colega Amalia Iriarte. De nuevo la sensación de una conversación que equivalió a haber cursado en su día uno o varios seminarios sobre literatura española contemporánea con María Luisa.
La descarnada y abiertamente politizada aproximación de Rossif a la guerra civil española se ha convertido desde entonces en la mejor introducción que puedo ofrecerle a mis estudiantes de pregrado y posgrado, cuando imparto el curso o seminario sobre narrativa española del siglo xx. Los aludidos almuerzos también nos brindaron la oportunidad de compartir afinidades más mundanas, no por ello menos trascendentes, como lo es nuestra pasión compartida por el fútbol, aunque con los matices del caso: María Luisa deslumbrada por los “galácticos” del Real Madrid, yo devoto de “san Messi” y los blaugranas; ella, hincha de vieja data de Millonarios, yo, sufrido hincha de Santa Fe, ambos pendientes de verificar cuál es el mejor servidor de televisión por suscripción para ver todos los partidos del Mundial y sus debidos resúmenes y repeticiones. Debe anotarse que, en estos diálogos futboleros, casi siempre nos acompañaron nuestras otras colegas: Giselle von der Walde y Andrea Lozano-Vásquez.
De hecho, el penúltimo encuentro que tuve con María Luisa fue poco antes del Mundial de Brasil en el 2014. Ese semestre ella había regresado a la Universidad de los Andes para impartir un seminario sobre la obra de Virginia Woolf. Cierta tarde nos cruzamos en la Secretaría del Departamento y allí me contó que asistiría a algunos partidos del Mundial junto con algunos familiares. No pude sino manifestarle la profunda envidia que ello me suscitaba y desearle la mejor de las suertes en su viaje “mundialista”. Y una vez más, al igual que en los ya mencionados almuerzos, me preguntó sobre los cursos que impartiría el siguiente semestre. Al señalarle que uno de ellos sería sobre narrativa contemporánea del Caribe me indicó que le gustaría conocer el programa. Previo a enviárselo le compartí un documental del cineasta cubano Rigoberto López, con guion de su compatriota Leonardo Padura, titulado Yo soy, del son a la salsa. Y aproveché para recordarle el ya lejano trabajo que le había presentado sobre Carpentier, Moré y los Matamoros. Me tomo el atrevimiento de reproducir su respuesta en la medida en que, de una manera diáfana, da fe de algunas de las pasiones de María Luisa:
No sabes la alegría que me has dado al recibir tu mensaje primero y luego el placer del documental que me ha encantado y me llena de añoranzas y nostalgia. Percibí una especie de homenaje a Sindo Garay y evoqué mi viaje a Santiago donde conocí a Mercedes la viuda de don Miguel Matamoros y a los nietos que formaban el Septeto Matamoros. Es una música que ha llenado muchos rincones de mis afectos y mi vida y que responde a ese lado amable y gozoso que tiene la virtud de alejarnos de tanto horror y porquería. Así que como le decía a un amigo, la música y el deporte: las hazañas de Nairo y Rigoberto […] y ahora la ilusión del Mundial aunque sin Falcao y Amaranto, etc. (quizá una sabia determinación) nos alejan de lo sórdido y a su manera nos salvan.
A la mañana siguiente le envié una sinopsis del programa del seminario que impartiría durante el segundo semestre del 2014, señalándole que iniciaría con la lectura de La guaracha del macho Camacho del puertorriqueño Luis Rafael Sánchez y finalizaría con La breve y maravillosa vida de Óscar Wao del “dominican-york” Junot Díaz, pasando por el estudio de otras obras narrativas de Rosario Ferré, Edwidge Danticat, Dany Laferrière, Rey Andújar, Wendy Guerra, Julia Álvarez, entre otros. Veinticuatro horas después recibí una respuesta aún más contundente que la anterior. Una vez más me tomo el atrevimiento de transcribirla:
Un programa interesantísimo que me hace sentir bien ignorante; siento que me quedé en el pasado. En narrativa, mi gran fascinación sigue siendo Paradiso, los cuentos y poesía de Eliseo Diego, la poesía de Dulce María [Loynaz] y Fina García Marruz, los ensayos de Cintio Vitier; los cuentos de Lydia Cabrera, la poesía de Gastón Baquero y algo de Virgilio Piñera […] Como ves, debería tomar tu curso para llenar tantos vacíos […].
Es obvio que quien debe sentirse ignorante era yo, quien debería impartir el curso era ella.
El último encuentro hasta la fecha que he tenido con María Luisa ocurrió hace algunos meses en un concurrido centro comercial al norte de Bogotá. Ella iba a pagar uno de los tantos impuestos con los que nos flagelan en esta caótica ciudad. Yo iba a comprar unos helados junto con mis hijos, Mariana y Gabriel. El diálogo fue fugaz, pero sentido como siempre. Al alejarme con mis hijos, me preguntaron quién era la señora que les había presentado, entonces les relaté la anécdota con la que inicié estas notas, la de ese lejano 1988 en que por primera vez escuché su voz. Guardaron silencio. Por mi parte deseé que ojalá en sus caminos por recorrer cuenten con la fortuna de cruzarse con una “María Luisa Ortega” como la he tenido yo.
Bogotá, septiembre de 2018