Los placeres y recompensas de la búsqueda y del trabajo en equipo. El caso de Soledad Acosta de Samper (1833 -1913)
*Este artículo fue publicado en el Dossier «Estudio y rescate del patrimonio cultural colombiano» de la 3ª versión de la Gaceta CIC del Centro de Investigación y Creación de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de los Andes.
Por: Carolina Alzate
Profesora Titular del Departamento de Humanidades y Literatura
La historia que voy a contar tiene casi veinte años, los años de los jóvenes investigadores de mi semillero actual. En 1998, cuando comencé a trabajar en la Universidad de los Andes, la escritora colombiana Soledad Acosta de Samper (1833-1913) era casi una desconocida en el medio académico; ni qué decir entre los lectores en general. Hoy es reconocida por la academia, dentro y fuera del país, como una de las cinco autoras más importantes del siglo XIX latinoamericano. Tuve el placer de acompañar a Montserrat Ordóñez, una de sus primeras lectoras del siglo XX, en ese año de 1998 en la pesquisa que llevaría al redescubrimiento de su obra.[1]
Puede decirse que la obra de Acosta fue sepultada por un silencio que comenzó desde sus primeras publicaciones, que se selló con su muerte, y que se extendió desde ese momento y hasta finales de la década de 1980. Gustavo Otero Muñoz, en los años 1930, Bernardo Caycedo, en la década de 1950, y Harold E. Hinds en la de 1970 fueron voces que rompieron ocasionalmente ese silencio, voces importantes pero aisladas y que tuvieron poco eco en la historiografía literaria y general. En vida de Soledad Acosta, José María Vergara y Vergara, la voz letrada más visible e influyente en el campo literario, no escribió una sola palabra sobre ella en la prensa, y menciono esto porque la crítica posterior suele recoger, por supuesto, a los autores a quienes se nombra y a cuya obra, por esa razón, puede accederse. El silencio es una forma de invisibilización. Ese silencio crítico que rodeó a su obra en vida se debe en buena parte al carácter que tenía la escritura de las mujeres en la época, de alguna manera ilegible dentro del discurso patriarcal. Este hecho a su vez explica que hayan sido las lectoras feministas, como Montserrat Ordóñez en nuestro caso, quienes rescataron a partir de la década de 1980 a las escritoras de la generación de Acosta de Samper en los diferentes países de nuestro continente, e incluso de Europa. Ordóñez formó parte de la primera generación de mujeres latinoamericanas que llevaron a cabo estudios doctorales, y los hicieron además en la década de 1970, es decir, en el contexto de los movimientos feministas y de lucha por los derechos civiles en general. Las mujeres tardaron mucho tiempo, como sabemos, en ganar acceso a una educación formal que hiciera factible su entrada a las universidades como estudiantes, y se necesitaron varias décadas más para que pudieran entrar en ellas como profesoras e investigadoras, hecho que transformaría la academia y su quehacer.
Cuento todo esto porque la investigación requiere de un contexto propicio. Y toda investigación y toda recuperación de patrimonio cultural comienza con una pregunta. La pregunta que se hicieron estas estudiosas latinoamericanas en los años 1980 fue simple en grado sumo: ¿hubo escritoras en el siglo XIX latinoamericano? ¿Las hubo en lo que hoy es Colombia? Tan simple como eso: ir al catálogo de las bibliotecas y encontrar un nombre con varios títulos, que con el correr de los años de investigación se han convertido en cientos. En 1998 Montserrat, fallecida prematuramente en 2001, me invitó a formar parte del grupo de investigación que llevaría a cabo un proyecto cofinanciado por Colciencias y la Universidad de los Andes, titulado Soledad Acosta de Samper y la construcción de una literatura nacional. Teníamos su primer libro, Novelas y cuadros de la vida suramericana, publicado en 1869 y sin ninguna edición posterior. Ese proyecto permitió reeditarlo en 2004, 135 años después de su primera edición.[2] Para hacer esa segunda edición tuvimos que cotejar la edición del libro con la primera aparición de esos relatos en los periódicos (tres novelas y varios relatos breves publicados por entregas entre 1864 y 1868)[3] y reconstruir su contexto literario y cultural de producción. La investigación nos llevó a los periódicos, y de allí a entender cómo la narrativa formó parte de un amplio proyecto de fundación nacional en el cual lo político, en sentido fuerte, no se entendía separado de lo literario; a comprender que solo en el contexto de los periódicos puede entenderse la producción cultural de la época y las repercusiones que tuvo y que se perciben aún hoy. Yo acababa de concluir mi doctorado con una tesis sobre los cubanos Reinaldo Arenas (1943-1990) y Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873), y regresar al país con un proyecto que implicaba explorar las bibliotecas bogotanas fue un gran regalo que tuve la suerte de recibir. Lo que aprendí durante los dos años del proyecto me acompaña todavía y me ha permitido trazar proyectos que continúan y redefinen ese proyecto inicial. La experiencia investigativa de Montserrat era por supuesto más amplia que la mía, pero el grupo incluía además investigadores en diferentes momentos de formación, incluyendo dos estudiantes de pregrado.
En ese proyecto comenzamos leyendo y releyendo el libro y comentándolo en reuniones periódicas, para, a medida que avanzaba la investigación, ir definiendo los temas de los artículos que cada uno escribiría, los temas en los que cada uno profundizaría y que permitirían alimentar la introducción a la edición y encargarnos de la redacción de las notas según nuestros intereses y experticias. Entre reunión y reunión íbamos a la Biblioteca Nacional y a la Biblioteca Luis Ángel Arango: nos repartimos decenas de periódicos para mirarlos página a página, no solo buscando la primera publicación de las novelas y cuadros del libro original sino para ver qué otros textos publicaban, qué comentaban, quiénes y cómo, qué otras discusiones había, cuáles eran los prospectos de los periódicos. Tomábamos nota atenta de todo lo que encontrábamos y que de alguna manera apuntaba a nuestro proyecto, o salía de él: es difícil describir lo que le ocurre a un investigador frente a un periódico, leyendo incluso los anuncios de las funciones de ópera y de teatro, o la publicidad de ventas de caballos que hasta hacía poco eran también de venta de esclavos, o sobre paquetes de periódicos europeos perdidos en la subida del Magdalena, por ejemplo. Leímos también biografías y autobiografías. Ninguna, claro, era de o sobre Soledad Acosta, no existían: el yo femenino abnegado (autonegado), promovido por el discurso patriarcal de la época, no permite llegar fácilmente al cuidado del yo que requiere la autobiografía. No teníamos testimonios de ella ni sobre ella, solo un libro. Solo un libro, lleno como todo libro de lo que he descrito y mucho más: un lugar en el que se anudaban los hilos de un mundo.
Montserrat falleció en 2001 —todavía hoy nos hace falta—, y yo quedé encargada de llevar a buen término la publicación de la edición preparada por ella. Montse y yo, y todos los demás, habíamos buscado desesperadamente la voz directa de la autora, o algún testimonio mediado de su voz y que no fueran esos narradores plurales que caracterizan su narrativa y mediante los cuales elude a sus lectores. Bernardo Caycedo hablaba en su artículo de un diario de juventud de la autora: lo buscamos tanto y con tan poco éxito, que creímos que era un artificio retórico de su artículo. La investigación en patrimonio sabe que todo depende de la constancia, una constancia que viene de un gusto que no se detiene y que hace que volvamos al camino que se creía abandonado, que siempre estemos cerca por si acaso, que sepamos siempre cómo volver. Y de la suerte. Colciencias me encargó una biografía novelada de Soledad Acosta para su colección juvenil. Tuve que apelar a la autobiografía de su esposo, José María Samper —porque a los hombres sí se les permitía la inmodestia de escribir autobiografías— y a los estudios hechos sobre él y su obra, pues de los hombres sí se había escrito mucho. Uno de esos estudios, felizmente, el de Harold E. Hinds (que además había estudiado a Soledad), me remitió a un diario íntimo de él que, según el artículo, estaba en la biblioteca del Instituto Caro y Cuervo en Yerbabuena.
Habíamos estado en esa biblioteca varias veces, así que volveríamos una vez más, ahora con otra pista. Lo que encontramos cambió el rumbo de la investigación sobre la obra de la autora y dio un nuevo impulso a su estudio: María Victoria González, quien había sido estudiante de pregrado de Montserrat, había estudiado luego una maestría y era asistente mía en la compilación de un libro de textos críticos sobre Acosta, fue la encargada de visitar esa biblioteca, y fue quien vio por primera vez lo que resultaría ser el diario de juventud de la autora (escrito entre 1853 y 1855), además de decenas de documentos que conforman lo que hoy se llama el Fondo Soledad Acosta de Samper. Este fondo es todavía hoy, casi quince años después, una mina llena de tesoros por descubrir. Están ahí, ya se les dio nombre y se los catalogó: pero solo su caracterización, lectura atenta, contextualización y estudio puede revelar lo que en verdad son. María Victoria y yo, junto con Juanita Aristizábal, estudiante mía de pregrado, hicimos juntas la edición del diario: ellas, la digitación y el cotejo inicial; yo, un nuevo cotejo, las decisiones editoriales, el estudio introductorio y las notas. Lo hicimos con una beca del entonces Instituto Distrital de Cultura y Turismo (Alcaldía de Bogotá), quien publicó además la primera edición (2004)[4]. Este diario es un texto único y de enorme relevancia, que ha contribuido además a que la obra de la autora recobre su visibilidad inicial: es el único diario íntimo de una autora del siglo XIX que se conserva, y por sus temáticas y su factura es de una calidad extraordinaria. Tenemos en él a la joven romántica que Soledad era entonces: la vemos leyendo en las frías noches bogotanas, sabemos qué lee y cómo, qué decide traducir, cómo se enamora, a qué bailes va fingiendo para sí misma que no le interesan fiestas ni vestidos; por ella sabemos cómo se vivió en la cotidianidad bogotana la guerra de 1854 y muchas cosas más. En último término, cómo se hace una escritora, y de su talla, a mediados del siglo XIX.[5]
Más recientemente una nueva beta se ha abierto en ese Fondo sin fondo: hemos podido por fin detenernos a mirar los volúmenes suyos que ilustró con grabados de prensa europea de la época, con acuarelas suyas y con tarjetas de visita. Se trata de esto: ella recortó algunas de sus novelas de los periódicos en que aparecieron por primera vez (única vez, en muchos de los casos), y dispuso sus columnas sobre libros en blanco pegando además grabados elegidos por ella, acuarelas suyas y fotografías. Este hecho le da entrada, con objetos de gran calidad una vez más, al mundo de los estudios actuales sobre narrativa visual. Hemos publicado como facsímil uno de esos volúmenes, el de su novela Una holandesa en América (Bogotá: Ediciones Uniandes, Instituto Caro y Cuervo, Biblioteca Nacional, 2016).[6] Hay mucho aquí por explorar, y toda su obra, amplísima, se encuentra digitalizada y disponible en el catálogo de la Biblioteca Nacional (diario, prensa, narrativa, volúmenes ilustrados, teatro, historia, ensayo de género, artículos morales, textos religiosos, etc). Otra beta vital es la del periodismo: Acosta fundó y dirigió cinco periódicos entre 1878 y 1905, y es un placer para mí poder contar que la tesis doctoral de Azuvia Licón, mexicana y estudiante de doctorado, está dedicada al estudio de esos periódicos, y que es además un importante aporte metodológico y de contenidos al estudio de la prensa colombiana del siglo XIX (2017). Esto significa que el primer estudio comprensivo de la prensa de Acosta ha salido del joven programa de Doctorado en Literatura que Montserrat soñó con crear, y que de muchas maneras es suyo.
La investigación y la formación de investigadores en diferentes niveles van de la mano, desde el pregrado hasta el doctorado. En algunos casos, como el que he descrito, el proyecto tiene que ver con la recuperación de nuestro patrimonio, un campo lleno de promesas y sorpresas. Recuperar estas obras y permitir su circulación y lectura significa enriquecer las bibliotecas públicas y privadas, y hacer más compleja y rica la memoria nacional y la historia de sus problemas.
[1] Por los años en que Montserrat comenzó a leerla lo hicieron también Gilberto Gómez Ocampo y Flor María Rodríguez-Arenas.
[2] Novelas y cuadros de la vida suramericana, Bogotá: Ediciones Uniandes y Centro Editorial Javeriano, 2004. Cuando María, de Jorge Isaacs, cumplió 100 años de publicación, tenía ya más de 150 ediciones; tuvo además tres ediciones en vida del autor.
[3] Gran parte de la narrativa de la época, en América y en Europa, se publicó por entregas en los periódicos.
[4] En 2016 publicamos una segunda edición, la cual incluye el diario que su futuro esposo escribió durante esos mismos meses (Bogotá: Instituto Caro y cuervo y Ediciones Uniandes). Durante estos años hemos publicado varias otras de sus novelas y dos compilaciones de textos críticos sobre su obra, siempre con el apoyo de la Universidad de los Andes y en asocio con otras instituciones.
[5] Para estudios sobre su obra, ver Soledad Acosta de Samper. Escritura, género y nación en el siglo XIX (compilación a cargo de Alzate y Ordóñez, Iberoamericana Editorial Vervuert, 2005), Soledad Acosta de Samper y el discurso letrado de género, 1853-1881 (Carolina Alzate, Iberoamericana Editorial Vervuert, 2015) y Voces diversas: Nuevas lecturas de Soledad Acosta de Samper (compilación a cargo de Carolina Alzate e Isabel Corpas, Instituto Caro y Cuervo y Ediciones Uniandes, 2016).
[6] La Biblioteca Nacional hizo una bella edición del volumen ilustrado de su novela José Antonio Galán en forma de aplicación (App), accesible a través del catálogo de la biblioteca digital de esa institución. Su obra está siendo incluida además en la bbcc (biblioteca básica de cultura colombiana), colección digital de la Biblioteca.